No todo lo que duele se entierra.
No todo lo que se pierde se va al otro plano.
Algunas ausencias caminan con nosotros, viven en los espacios vacíos, en las rutinas interrumpidas, en los silencios incómodos.
Hoy quiero hablarte del duelo invisible.
Ese que no lleva flores, ni misas, ni abrazos de consuelo.
Ese que vives cuando te alejas de alguien que aún respira, pero ya no forma parte de tu historia.
Ese que atraviesas cuando una amistad se enfría sin previo aviso, cuando aceptas un diagnóstico que te cambia la vida, cuando dejas un lugar que alguna vez llamaste hogar.
Es un tipo de duelo que no se reconoce públicamente, pero pesa como si llevaras una piedra en el alma.
Porque… ¿cómo explicas que lloras por algo que sigue ahí, pero ya no es tuyo?
¿Cómo le pones palabras a lo que sigue vivo pero ausente?
A veces, el duelo es sutil: un olor que te transporta, una canción que revive, un objeto que ya no usas.
Y a veces, el duelo se cuela en las cosas más simples: una taza de café que ahora sabe diferente, un paisaje que miras con nostalgia, una frase que antes decía alguien y ahora solo resuena en tu memoria.
Nos toca entonces soltar sin ruido. Amar desde la distancia. Perdonar sin reconciliación.
Seguir caminando sin ese cierre perfecto que tanto imaginamos.
Y sí, hay que hacerlo con el corazón en la mano y, si se puede, con una sonrisa cómplice, de esas que uno se regala para no llorar tanto.
Porque también se vale reír entre lágrimas.
Hacer un chiste de lo que alguna vez nos rompió.
Decir: “sobreviví a eso… y todavía hago chistes malos”, como quien se hace fuerte sin perder la ternura.
Así que si hoy estás atravesando un duelo invisible, te abrazo desde aquí.
Estás haciendo un trabajo enorme. Aunque nadie lo vea. Aunque nadie lo nombre.
Y si nadie te lo ha dicho hoy: qué valiente eres por seguir. Por sentir. Por sanar a tu ritmo.
Por convertir lo invisible en parte de tu luz.