Hay casas que no están muertas,
aunque parezcan en pausa.
Con la puerta cerrada y los fantasmas tomando café,
esperan a quien las recuerde
aunque sea entre dos suspiros y una lágrima terca.
Ya no huele a arepas en la mañana,
ni se escucha el «¡apaga esa luz!» de mamá.
Pero si uno afina bien el corazón,
todavía se oyen las risas que se rebotan en las paredes
como ecos que no supieron empacar.
Algunos se fueron con maletas llenas de esperanza,
otros con mochilas de tristeza.
Los más sabios… se fueron sin decir nada,
dejando atrás el sartén con el mango quemado
y un calendario del 2004 colgado como trofeo.
Las casas vacías tienen su carácter.
Algunas crujen por nostalgia,
otras por humedad,
pero todas conservan el aroma
de lo que fuimos en ellas.
Y de ese sofá que nadie quería tirar
porque “todavía aguanta”.
Hay techos que aún guardan secretos,
como aquel beso robado en la cocina,
o la pelea por el control remoto
que terminó con papá viendo novelas
y fingiendo que era por acompañar a mamá.
La ausencia pesa, sí,
pero tiene forma de almohada vieja:
te duele el cuello, pero no puedes tirarla.
A veces paso por allí y saludo:
«¡Hola, casa de tía Martha!»
Y aunque no responde, juro que me guiña una ventana.
Porque el que vivió con amor
deja marcas que ni la escoba saca.
Hay un humor tierno en recordar
cómo el abuelo se quejaba de todo…
menos del postre.
O cómo la abuela perdía los lentes
y los tenía puestos.
Estas casas, aunque vacías,
están llenas de detalles
que solo entienden los que han amado fuerte
y perdido con dignidad.
Un día, me gustaría gritar:
“¡Vuelvan todos, que ya hay café y chisme fresco!”
Pero luego suspiro y entiendo:
hay cosas que no vuelven,
porque se han quedado para siempre.