Hay decisiones que nacen en el alma, no en la mente. Son susurros que se sienten en el cuerpo mucho antes de tomar forma, y un día, simplemente despiertas sabiendo que algo se ha transformado, aunque el mundo exterior parezca intacto.
Pensé que al cerrar esa puerta, el pasado se borraría. Pero no fue así. Cada noche, el eco de tu nombre aún se sentaba conmigo a la mesa, un recordatorio persistente de lo que fue.
No busqué llenar tu ausencia con otra presencia. No permití que otro cuerpo ocupara tu lugar, ni que otra voz intentara imitar tus gestos. Mi camino fue otro: me sumergí en el silencio, abracé mañanas sin sobresaltos, encontré consuelo en la rutina de una taza que siempre permanecía en su sitio, y en la serena calma de no esperar mensajes que nunca llegarían.
No te reemplacé con alguien más. Te reemplacé con la paz.
Esa paz que no conoce tus manos, pero tampoco tus tormentas. Esa que no me arranca risas estruendosas, ni me hace temblar de incertidumbre, pero que, sin embargo, me permite descansar. Me permite dormir.
Y comprendí que dormir en calma, a veces, es la forma más pura de amor. Un amor diferente. Un amor que ya no duele.
Porque, a veces, la verdadera fortaleza no radica en olvidar, sino en soltar aquello que nunca tuvo la fuerza para sostenerse por sí mismo.
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