Hay personas que se presentan como guías, consejeros, ejemplos a seguir. Se visten de experiencia, te marcan caminos, te corrigen, te señalan. Pero con el tiempo —y a veces con mucho dolor— te das cuenta de algo que nadie te advierte: no todos los que te guían quieren verte volar.
Algunos quieren que camines… pero detrás de ellos.
Otros, que avances… pero sin pasar de cierto punto.
Y los más peligrosos son los que te dan consejos que suenan sabios, pero están llenos de miedo, celos o límites disfrazados de prudencia.No siempre es por maldad. A veces es por inseguridad, por costumbre, por no saber mirar más allá de sus propias experiencias. Pero el resultado es el mismo: tu vuelo queda frenado, tu crecimiento en pausa, tu esencia en jaula.
Yo también confié en voces que creía sabias. Me dejé moldear por personas que hablaban bonito pero que no toleraban verme fuerte, libre, segura. Me guiaron, sí… pero hacia donde yo dejaba de ser yo.
Hasta que desperté.
Y entendí que no todo guía es luz. Que hay que escuchar con el corazón y observar con los ojos bien abiertos. Que quien realmente quiere verte volar, no te poda las alas, ni te dice que el cielo es peligroso. Te acompaña desde el suelo, sí, pero con respeto, sin frenos, sin envidias. Te anima, incluso si eso significa que volarás más alto que ellos.
Desde que descubrí esto, decidí elegir bien a mis acompañantes de viaje. Ya no sigo a cualquiera. Y si vuelo sola, también está bien. Porque aprendí que a veces, la mejor guía es el instinto propio, esa voz interna que, aunque muchos intentaron apagar, sigue ahí. Firme. Viva. Auténtica.
Porque no todos los que te guían quieren verte volar…
Pero yo ya no camino con quienes no celebran mis alas.
